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Eran las diez de la mañana cuando sonaba el telefonillo de casa y al otro lado Antonio solicitando mi presencia en orden de combate para la salida del día; aunque habíamos quedado el día anterior no creía yo que saldríamos.
A juzgar de cómo había amanecido la mañana, con mucha niebla y chispeando. Pero me equivoqué, fiel a su palabra, como siempre, allí estaba Antonio esperándome para dar una vuelta.
Esta vez con monturas diferentes a las de costumbre, dos maravillosas bicicletas de carretera que serían hoy nuestras compañeras. En mi caso era un préstamo de mi también amigo y vecino, Pedro.